La sociabilidad como medio de salvar a otros
El ejemplo de Cristo, al vincularse con los intereses de la humanidad, debe ser seguido por todos los que predican su Palabra y por todos los que han recibido el Evangelio de su gracia. No hemos de renunciar a la comunión social. No debemos apartarnos de los demás. A fin de alcanzar a todas las clases, debemos tratarlas donde se encuentren. Rara vez nos buscarán por su propia iniciativa. No sólo desde el púlpito han de ser los corazones humanos conmovidos por la verdad divina. Hay otro campo de trabajo, más humilde tal vez, pero tan plenamente promisorio. Se halla en el hogar de los humildes y en la mansión de los encumbrados; junto a la mesa hospitalaria, y en las reuniones de inocente placer social.
Como
discípulos de Cristo, no nos mezclaremos con el mundo simplemente por
amor al placer, o para participar de sus locuras. Un trato tal no puede
sino traer perjuicios. Nunca debemos sancionar el pecado por nuestras
palabras o nuestros hechos, nuestro silencio o nuestra presencia.
Dondequiera que vayamos, debemos llevar a Jesús con nosotros, y revelar a
otros cuan precioso es nuestro Salvador. Pero los que procuran
conservar su religión ocultándola entre paredes pierden preciosas
oportunidades de hacer el bien. Mediante las relaciones sociales, el
cristianismo se pone en contacto con el mundo. Todo aquel que ha
recibido la iluminación divina, debe alumbrar la senda de aquellos que
no conocen la Luz de la vida.
Todos
debemos llegar a ser testigos de Jesús. El poder social, santificado
por la gracia de Cristo, debe ser aprovechado para ganar almas para el
Salvador. Vea el mundo que no estamos egoístamente absortos en nuestros
propios intereses, sino que deseamos que otros participen de nuestras
bendiciones y privilegios. Dejémosle ver que nuestra religión no nos
hace faltos de simpatía ni exigentes. Sirvan como Cristo sirvió, para
beneficio de los hombres, todos aquellos que profesan haberle hallado.
Nunca
debemos dar al mundo la impresión falsa de que los cristianos son un
pueblo lóbrego y triste. Si nuestros ojos están fijos en Jesús, veremos
un Redentor compasivo, y percibiremos luz de su rostro. Dondequiera que
reine su Espíritu, morará la paz. Y habrá también gozo, porque habrá una
serena y santa confianza en Dios.
Los
que siguen a Jesús le agradan cuando muestran que, aunque humanos, son
partícipes de la naturaleza divina. No son estatuas, sino hombres y
mujeres vivientes. Su corazón, refrigerado por los rocíos de la gracia
divina, se abre y expande bajo la influencia del Sol de justicia.
Reflejan sobre otros, en obras iluminadas por el amor de Cristo, la luz
que resplandece sobre ellos mismos.—El Deseado de Todas las Gentes, 126, 127.

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